Es un pueblo hermoso, pintoresco, como todos los del Sur, con olor a albahaca y a pan amasado, con olor a estiércol de caballos y vacas, con un río limpio con la playa llena de aromos y légamos que adornan sus orillas. Los cerros están repletos de litres y boldos y arroyos cristalinos. Hay garzas, pidenes y patos salvajes. Los potreros son inmensos, plantados de maíz, ajíes y porotos, los zorzales y toros y otros pájaros se deleitan comiéndose sus brotes. El caserío se dibuja en una sola calle larga con sus tejas desteñidas y enredaderas que llegan hasta ellas. Tienen patios grandes con árboles frutales y gallineros, siempre hay un parrón. Pero todas estas casitas son insignificantes al compararlas con la gran casa patronal, que fue propiedad de doña Rosario, anciana muy alta y delgada, con una cara aristocrática, con ojos muy azule de mirada firme que a muchos confundía y les causaba pavor o admiración. Vivía sola y la gente decía que era porque era una avara y no quería compartir con nadie sus catorce habitaciones con antiguas fotografías de sus antepasados. El jardín parecía un bosque con plantas finas, malezas y arbustos por todos lados ocultando grandes tinajas de greda que alguna vez lucieron hermosas entre hortensias y azucenas en medio de un prado verde muy bien cuidado. Cerca estaban hermosas fuentes de mármol con estatuas de niños y palomas que simulaban volar.
Y ahí, en ese desordenado jardín, doña Rosario con voz de mando le hablaba a varios trabajadores que eran de su confianza.
_ Pasar tantos inviernos aquí y lo peor de todo estar tan requete veterana es cosa de demonios.
También estaba ahí la Mercedes, una flaca parlanchina y “pizpereta”, mujer que ocasionalmente le ayudaba en sus menesteres por unos pocos pesos, tenía que soportar las mañas de esta vieja solterona.
Doña Rosario despidió a los hombres y mandó a la mujer a casa de sus lejanos vecinos para que vinieran en la noche a hacerle compañía porque sabía que se avecinaba una tormenta, ya que los caballos se estaban entrando temprano a la pesebrera y los tríeles revoloteaban en el cielo gritando como nunca. Le pidió a la Mercedes que solamente vinieran los Pérez Ponce y los Cortéz y que trajeran las sopaipillas y el aguardiente, porque el mate lo pondría.
Eran las nueve de la noche y todos mojados llegaron los invitados, pues había empezado a llover. La dueña de casa los invitó a la cocina. Había allí un gran fogón con gruesos troncos de espino donde las llamas anaranjadas iluminaban las murallas negras que atrapaban el humo por años. De las gruesas vigas colgaban ganchos de alambre que sostenían dos piernas de chancho ahumado, longanizas, cuelgas de cebollas y ajos.
Los vecinos se sacaron sus ponchos y abrigos y los colocaron en sillas cerca del fuego e inmediatamente llenaron una gran paila con aceite y empezaron a freír las amarillas sopaipillas a las que observaban con la vista inmóvil y haciéndoles agua la boca, mientras las teteras hervían.
Los Cortéz trajeron el aguardiente para el mate y la pareja Ponce una fuente de greda llenas de presas de gallina cocidas.
La lluvia, cada vez más fuerte, golpeaba los tejados, y los ganchos de los árboles se quebraban por el paso del tiempo viento huracanado, los perros aullaban y parecía que en el gallinero las aves lloraban de susto, sólo el gato regalón de la dueña de casa dormía tranquilamente en una silla de paja.
Doña Rosario después de haberse tomado un par de mates con mucho aguardiente su fruncido ceño se empezó a transformar y su cara se ponía roja como la de un payaso pintado que reía y estaba feliz. A todos les contaba que su casa la había heredado de sus abuelos:
_ Este caserón era de maravilla, se llenaba de gente, hacían fiesta todos los sábados, venían amigos de muy lejos, tocaban el piano, el arpa, violín y muchos otros instrumentos que estaban en el salón principal. Había un comedor en el que cabían veinte personas bien sentadas. Si lo estoy viendo, yo era chiquita de diez años y me sentaba en la cabecera en las rodillas de mi abuela.¬_
Cuando la abuela no terminaba casi la última frase, se sintieron golpes en el portón ¿quién podría ser?, dijo la Mercedes _ estoy adivinando _ y salió a abrir la puerta.
_ Ya llegaste, puntúo, sin invitación, era sabido siempre andai de paracaidista, llegaste en mala hora, no ves que le apolillaste el cuento a la patrona, pero pasa… adelante y sácate el poncho mojado.
_ Perdón Misía _ dijo el hombre _ sólo venía a saludarla.
Y todos se reían, ya que conocían como era. Tenía por sobrenombre El Puntúo, porque era aprovechador y se hacía el invitado en todas partes, quería sacar todo gratis, además era un tremendo enamorado y siempre tenía problemas con los maridos de las huasas que cortejaba sin temor alguno. Claro que las mujeres le echaban el ojo porque era apuesto, bien fornido y super bueno para las tallas y la alegría le brotaba por todas partes.
_ No _ dijo la patrona_ no cuento más la historia de mi casa, porque después se pueden morir de miedo, mejor cantemos. ¡Ya Mercedes!, trae la guitarra, tú puntúo tómala y empieza con la de “Yo vendo unos ojos negros”, que es mi tonada preferida.
Qué le dijeron al hombre y en menos de un minuto los tenía a todos cantando, el gato se asustó y de un salto se fue a parar arriba de una mesa y sin que nadie se diera cuenta se pegó un chiquete de orines que fueron a dar hasta el techo donde colgaban las rojas y sabrosas longanizas y los perniles ahumados.
La casa totalmente se iluminaba con los relámpagos locos que surcaba el espacio.
No quería levantarme, estaba cansada por el largo viaje que hice desde el puerto de Valparaíso a visitar a mi tía abuela y ya se lo había dicho, _No voy a participar en ninguna de sus fiestas porque ya sé como terminan_ y la viejita como haciéndome caso, a nadie le dijo que yo estaba ahí, pero la bulla que tenían no me dejaba dormir y para peor sabía que en esta casa pasaban cosas raras, según me contaba la abuela y estar en tremendo dormitorio sola era para morirse. Así que decidí vestirme con una bata blanca y me uniría al grupo.
_ ¡Sorpresa amigos! _ y entré a la negra pieza de la cocina que solamente estaba iluminada por las llamas del fogón, un silencio y actitudes de miedo me llegaban por todos lados, ¡un fantasma, dios santo!, gritaron todos, golpeándose el pecho y haciendo la señal de la cruz.
_ ¡Silencio, curados de mierda!_ dijo la tía abuela_ no ven que es mi sobrina, ya cállense y me la atienden bien.
_ La tenía guardadita para mí_ dijo el puntúo, pero no alcanzó a terminar la frase y mi abuela le dio un feroz golpe en el pecho, con tal mala suerte que el hombre perdió el equilibrio y fue a para al aceite caliente de las sopaipillas y se quemó los dedos de una mano. El hombre chillaba como barraco, pero inmediatamente le pusieron una paila con agua fría y lentamente se fue calmando el dolor, y sin perder el sentido del humor decía que este era un castigo por lacho y hocicón. Y doña Rosario se apretaba la guata de la risa y sabía que el hombre animaba las fiestas hasta quedar reventado de curado.
El gato otra vez cambió de lugar y se fue a dormir sobre un abrigo que estaba ene el suelo con sus patas estiradas cuan largo era. El puntúo y los demás me dieron toda clase de explicaciones con su hablar “traposo” y me servían a la vez las presas de pollo que estaban totalmente manoseadas y maltrechas, las cuales simulaba comérmelas. El matrimonio Cortéz no le hacía mucho al mate con “malicia”, pero eran como tontos para el vino tinto, y empezaron a sacar las botellas que tenían bajo sus ropas, las descorchaban y se tomaban varios sorbos y se las volvían a guardar. Avanzaba la noche, la cocina reventaba en olores a humo, fritangas y alcohol y observé una ventana pequeña muy alta donde posaba un pájaro muy grande con lustrosas plumas negras, parecido a un cuervo que nos miraba fijamente. Llovía cada vez más fuerte y empezaron a caer varias goteras y tuvimos que poner ollas y lavatorios para que no se nos mojara el piso, teníamos que turnarnos para botar el agua al patio, pero así y todo lo estábamos pasando bien. La alegría se nos quedó paralizada hasta cuando un ruido descomunal hizo saltar vidrios y tejas, fue un rayo que seguramente cayó en el río. Las vacas mugían y los caballos empujaron la puerta de la pesebrera y salieron corriendo desesperados hacia los potreros, pero en escasos minutos estaban de vuelta porque la tormenta era cada vez peor. Un segundo rayo iluminó todo y volvió a caer. El gato estirando su lomo avanzó tranquilo hasta el canasto de tejido de la abuela; se enredó en las lanas y siguió durmiendo.
Se acabó la alegría y la convivencia y todo tendrían que irse a casa. Cuando empezaron a despedirse se abrió bruscamente la puerta de la cocina y un caudal de agua mojándolo todo sepultó el fogón, teteras, mates y botellas y el gato todo
Se subió a los hombros de la dueña de casa. Estábamos como locos gritando ya que veíamos que las aguas rápidamente subían de nivel y para peor estaba todo oscuro y ahí nos entró el pánico, pero la firme voz de la tía abuela nos hizo reaccionar ordenándonos que inmediatamente hiciéramos una fila agarrados de la cintura, así caminaríamos derecho hasta el final del corredor, donde subiríamos una larga escala que daba al palomar. Le hicimos caso como si fuéramos obedientes colegiales y el agua nos llegaba más arriba de las rodillas. Qué alivio cuando llegamos a esa pieza que parecía redonda, pero ni las caras nos veíamos. La abuela al instante encendió una gran lámpara de kerosene que iluminó todo el altillo, la tenía para estas emergencias. Vi la pieza de madera de cipreses donde dos pequeñas ventanas herméticamente cerradas con cerrojos de bronce me trajeron muchos recuerdos, porque cuando era niña ahí invitaba a mis amigas a jugar a las muñeca, preparábamos té con galletas de chocolate que nos hacía la tía abuela. Supe que en un tiempo atrás era el palomar más lindo del pueblo donde criaban palomas de distintas especies, pero cuando los dueños murieron todas partieron en busca de comida, Sólo una con cola de abanico nunca quiso irse y un día la encontraron sin vida en un rincón, y pareciera que estuviera penando porque casi todas las noches se le escuchaba aletear y chocar contra la pared. Es lo que contaba la abuela Rosario, “no tengan miedo”, decía la abuela, mientras sacaba unas mantas de los baúles, “ya no queda nada de la noche, deben ser como las dos de la mañana, parece que ya no llueve tanto, ni quiero ver mi dormitorio ni mi salón, como estarán inundados, hasta los fantasmas que me acompañan estarán mojados”. “¡Fantasmas!”, exclamaron todos al mismo tiempo. “Sí, he vivido con ellos por años, son tan alegres, sobre todo la niña del retrato vestida de bailarina, se sale del cuadro en la medianoche y baila para mí al compás de una suave melodía de su cajita de música. Y la joven del retrato que sostiene en sus manos un ramo de rosas, siempre me coloca la más linda en mi florero. Para qué decir la del grupo familiar que está colgado en medio del salón, tengo que hacerlos callar porque a veces no me dejan ni dormir, hablando todos al mismo tiempo, además meten tanto ruido cuando destapan botellas de champagne o cuando se les cae una copa al suelo; la fiesta es casi al llegar el año nuevo y se me ocurre que debe ser el cumpleaños del recontra chonto mío porque le cantan, le tocan el piano y le bailan casi toda la noche y el ríe con sonoras carcajadas que retumban hasta el techo.”
“¿Y usted, qué hace Doña Rosario?”, le preguntaron en coro nuevamente. “Espero un rato hasta cuando parten la torta, porque yo sé que siempre me dejan un pedazo en mi velador con una copita de jerez”.
“¿Y usted los ve?”, dijo el puntúo.
“No seas tarado, no se te ocurre que toda la servidumbre era invisible”
Doña Rosario apagó la lámpara y todos se acurrucaron, tapados con las mantas hasta la cabeza y se durmieron. Menos el puntúo que aprovechó su tiempo en tocarles las piernas a las mujeres, sin pensar que alguien despertaría y le sacaría la mugre. Un gallo empezó a cantar a las siete de la mañana y los despertó a todos. Ya había cesado la lluvia y la dueña de casa les dijo que antes de irse tenían que acompañarla a recorrer la casa, sacar el agua acumulada y el barro. Bajaron todos menos el gato que se quedó durmiendo en las mantas.
Nos pareció raro que el corredor estuviera totalmente seco, limpio y sin una pizca de barro. Se miraron sorprendidos sin pronunciar palabra alguna. Abrieron la puerta de la casa y el salón estaba totalmente resplandeciente, con el piso como recién encerado, los jarrones llenos de flores de aromo que le daban a la pieza un olor a primavera. El dormitorio de la dueña de casa igual lucía impecable con una linda colcha blanca con flecos y sobre le mármol del velador el florero sostenía una hermosa rosa roja. Todas la habitaciones estaban secas y ordenadas, no sabíamos qué decir y los ojos se nos agrandaban de asombro cuando nos dirigimos a la cocina, y la sorpresa fue más grande cuando vimos que el fogón estaba encendido y las llamas anaranjadas iluminaban otra vez las murallas negras. Los tachos y las teteras estaban hirviendo y los mates limpios en una pequeña mesa donde había yerba, azúcar y pan como recién sacado del horno. Así también vimos al lustroso pájaro negro en lo alto de la ventana moviendo su cabeza en todas direcciones, como observándolo todo.
“Esta casa no sólo está embrujada, si no encantada también”, comentaban todos sujetándose sus bocas y sus barbillas que tiritaban de miedo. “Es para no venir más aquí”, decían los Cortéz. “Capaz que a uno le dé un ataque al corazón por las cosas que pasan, pero debe haber una explicación pos Misía Rosario, quién hace todo esto, usted debe saberlo y se hace la lesa”, dijo el puntúo.
“Bueno…” dijo la tía, “acomódense, pónganse firmes en la silla, tómense los mates y les voy a contar la pura verdad”.
El gato entró violentamente en la cocina y se acurrucó al lado del fuego maullando, seguramente porque tenía hambre, pero alguien se atrevió a decir que era el demonio, lo cual despertó la ira de doña Rosario y nos garabateó a todos. Pero como siempre lo hacía, poco a poco se iba calmando hasta quedarse muda por mucho rato. “Bueno…”, dijo nuevamente, “hace mucho, pero montones de años se construyó esta casa para una familia acaudalada; como ya se los dije, eran mis parientes, murieron todos debido a la peste que en ese tiempo era fatal, la única que se salvó por milagro fue la menor de las hijas, la que se casó con el capataz del fundo. Él la adoraba y más felices fueron cuando nació una linda niña que cuidaban con esmero. Cuando la chica cumplió los tres años, su mamá empezó a salir con ella para mostrarle las flores, animales y todo lo que había en el campo. Pero un día la sacó a pasear a la montaña y nunca regresaron. Su marido, desesperado, con casi todos los hombres del pueblo las buscaron, hasta con perros rastreadores, por mucho tiempo, pero no había señal alguna de ellas, como si las hubiera llevado el viento. Muchos pensaron que fueron atacadas por algún puma que siempre merodeaba por ahí en esa época para buscar algún cabrito o alguna oveja. La cosa es que nunca parecieron y parecía que esa montaña boscosa se las hubiera tragado. Y la tristeza consumía a su marido, no quería hablar con nadie, ni comía, menos dormía y se vestía totalmente de negro y no salía de su habitación. Mucha gente supo que en las noches invocaba a los espíritus y estos le hacían la comida y el aseo de la casa, pero él nunca pudo comunicarse con sus seres queridos.
Don Floridor era el viejo jardinero de esta casa y contaba que una noche le dio un susto tremendo cuando vio salir de entre los barrotes de una ventana abierta un tremendo pájaro negro y se posó en lo más alto de la casa y de ahí nunca se movió y juraba que el hombre se transformó en esa ave y que vigilaba todo el tiempo para ver si su compañera querida y su linda hija regresaban. Le pregunté a la abuela sobre ese pájaro negro, que siempre estaba allí nervioso e inquieto, si sería el dueño de la casa. “Podría ser, nadie sabe, hija”, me respondió tartamudeando. Y además aquí habitan seres que no se dejan ver, sólo sé que meten mucho ruido en las noches limpiando todo y regando el jardín.
Los Cortéz, los Pérez Ponce, el Puntúo y la Mercedes María, se fueron tan asustados que no pronunciaban ni una sola palabra. No dieron ni las gracias y corrieron a sus casas a rezar el rosario y a encenderles velas a cristo. Yo tampoco me quise quedar, total la abuela estaba acostumbrada a vivir sola en esa casona misteriosa y no tenía miedo a lo que le pudiera suceder, y le dije adiós desde el ancho y barroso camino, para regresar al puerto.
Al quedar sola doña Rosario sonría burlonamente, acariciando su gato regalón que tenía cerca del su pecho y decía “Todos cayeron en la trampa, hasta mi sobrina creyó mis mentiras, no sé de dónde saqué tantas historias falsas que pasaban en mi casa, pero lo único de que estoy segura es que nadie se acercará por aquí”. Se encaminó hacia la cocina donde en un forado en la muralla, tapado con una cuelga de ajos, introducía su huesosa mano y agarraba una vasija de barro que contenía montones de monedas de oro y repetía “Jamás me las quitarán porque sé que para lo único que se acercan aquí es para robarme. Tendré que preparar mis cosas porque tengo que ir mañana a la ciudad a vender algunas porque tengo que pagarles a esos cinco gañanes que trabajaron toda la noche.
Pasaron tres años de lo acontecido y alguien me avisó que la abuela estaba agonizando. Partí rápidamente a verla y la pena fue grande cuando la vi en una sucia cama totalmente sola en su dormitorio, con olor a orines y excremento y el gato totalmente desnutrido maullando a sus pies. Pero ella antes de morir me reconoció y me dijo que me tenía un regalo sólo para mí en un forado que había en la cocina, pero con la condición de que cuidara al felino para siempre, y se fue de este mundo entrelazando sus dedos con sus largas uñas negras entre los míos.
En ese momento alguien entraba a la pieza, era el Puntúo. Me dio mucho agrado de verlo, ya que lo encomendaría a los funerales. Él aceptó gustoso porque yo se lo ordenaba.
Muy poca gente fue al cementerio a despedir a la tía, porque muchas personas creían que era una bruja, sólo el Puntúo no se movió de mi lado y me dijo que me acompañaría en todo. Recordé el regalo que me tenía mi abuela y con él inspeccionamos la negra y maloliente cocina. Ahí en un hoyo estaba el regalo en una bandeja de greda, era sólo una minúscula moneda de oro opacada por los años. En ese momento el Puntúo me dijo: “Señorita, revise bien todo que ahí estoy viendo unos papeles enrollados”. Los leí y era un testamento con su firma donde decía que la casa con todas sus tierras me las dejaba. “Señorita, qué suerte, ahora va ser rica y no tendrá que estar encerrada en una porquería de oficina”, decía alegremente el hombre. “Necesitará alguien que le trabaje, yo me ofrezco para eso, ya que no estoy farrero ni aprovechador como todos dicen y además tengo ganas de buscar una dama como usted para entregarle mi cariño. Además me gustaría que todos me digieran mi nombre que es Jesús María Herrera Hidalgo”.
Sentía mucha confianza en él y antes de tomar el bus para dirigirme al puerto, le pasé las llaves de la casa para que se hiciera cargo de ella y le dije que dispusiera de las tierras si quería sembrar algo. Los ojos del hombre brillaban como luceros de alegría por haber depositado toda mi confianza en él.
Durante seis meses trabajaba como loca y el dinero que recibía no me alcanzaba para nada, estaba aburrida, desesperada y me fui a mi pieza de pensión más temprano que lo habitual. Al abrir la puerta encontré un sobre cuyo remitente decía Jesús María Herrera. Apresuradamente lo abrí y en el contenido de la carta me decía que me fuera inmediatamente a la casa de campo porque me necesitaba.
Dejé trabajo y pensión y sólo salí con una maleta, de regreso al campo, sin olvidar al gato que ya estaba recuperado y más lindo que nunca, el que viajaría cómodamente en una jaula.
Llegué al atardecer al campo, cuando el sol tenía de rojo el transparente cielo azul de aquel pueblito campesino. Me esperaba en el paradero la Mercedes muy contenta y me ayudó con el gato.
La casa estaba irreconocible, la fachada pintada de blanco con sus pilares, puertas y ventanas verde musgo donde al lado de estas habían maceteros con hortensias y hiedras floridas que se enredaban entre ellos, el jardín con multicolores rosas muy cuidadas como por “mano de monja”, ¡estaba alucinada!
“Está contenta”, decía la Mercedes, “espérese que vea cómo está toitito por dentro, con el Puntúo queríamos darle esta sorpresa, para eso le escribió, él me contrató para el aseo y me paga buena plata, además no está vivaracho con las mujeres casá y trabaja como burro en sus chacras y siempre la anda nombrando, pareciera que estuviera enamorado de usted”. Me hacía como que no le oía a la parlanchina mujer y entré a la casa. Con estupor miré las murallas del salón recién pintadas de una suave color rosa, los muebles antiguos totalmente barnizados igual el piano, impecable, y las alfombras como recién lavadas lucían espectaculares. No lo podía creer, pensaba que estaba soñando. “Señorita”, seguía hablando la Mercedes que pareciera que se tropezaba con las palabras, “espérese ver el dormitorio que le arregló el Jesús”. Pero en ese momento se sintieron unos trancos de caballo. “Es don Jesús María, porque se me olvidaba decirle, ahora así tengo que decirle ya que él es mi patrón”, seguía hablando la Mercedes. Vistiendo de huaso impecable y tintineando sus espuelas con una sonrisa “a flor de labios”, me saludó estrechándome sus cálidas manos. Nunca lo había visto tan atractivo y hermoso, quedé sin habla y mi corazón golpeaba descontrolado.
“Ya le mostré casi toda la casa”, dijo la Mercedes, “sólo tiene que ver el dormitorio”. Embelesada vi la pieza de color blanco invierno con un cortinaje amarillo ocre y lo más sorprendente de todo era ver una cama de dos plazas con un tremendo respaldo como de terciopelo que hacía juego con el color de las cortinas y un cubrecama acolchado blanco con montones de cojines tejidos delicadamente a chochet y floreros con margaritas y jazmines perfumando el ambiente. ¡No podía creer tanta belleza!
“Madame”, dijo el Puntúo, “para eso le escribí, para mostrarle cómo le tengo su casa, no sé si le gusta la cama, la saqué del cuarto de los cachureos, a lo mejor era de los padres de su tía abuela, la arreglé lo que más pude, mire cómo quedó, como nuevecita y es tan ancha que puede dormir con quien quiera, mire los muebles lustraditos y a esa lámpara que cuelga le agregué las lágrimas que le faltaban, quedó resplandeciente.”
No encontraba palabras para agradecerle su preocupación por mi casa y por mí, y ahora no debía pensarlo ni un minuto, le di las gracias y le dije que me quedaría definitivamente en esta casa maravillosa. Y el rostro de él se iluminó de felicidad. Saqué al gato de la jaula y de un brinco se subió en la cama nueva. “Vamos a celebrar su llegada”, me dijo. “Ya están por llegar los invitados que traerán un cordero para la cena”. “Y yo”, dijo la Mercedes, “le hice una torta igualita a las que hay en la fiesta de los casamientos y yo sé que a usted le gustaría que estuviéramos todos en la cocina; claro, está negra igual, pero limpia y ahora está llena de perniles colgando. Al ver la cocina de nuevo me recordaba que ahí era donde mejor lo pasaba la abuela. Menos mal que no la pintaron, me gustaba su color negro con olor a humo y su resplandeciente fogón.
Llegaron los Pérez Ponce y los Cortéz con la carne, vino y ensaladas, estaba contenta de verlos otra vez; me abrazaron y me dijeron que ya no tenían miedo de venir porque hacía poco habían traído al cura, quien roció la casa con agua bendita y todos quemaron ramos de olivo y palmas y estaban seguros que los fantasmas se habían ido para siempre.
“¡Qué fantasmas!”, dijo el Puntúo, “nunca le creí a doña Rosario, que en paz descanse, el cuentito de los aparecíos, pero todos ustedes se la “tragaron”, pero yo tenía que hacerme el leso, porque si no la doña me habría dado otro combo y me habría echado a la calle, sin importarle la tremenda tormenta que había”.
Todos reían, contaban chistes y entre las bromas me decían que no buscara a ningún novio porque había uno aquí que me quería mucho y sería el mejor marido del mundo.
Después de tomárselo y comérselo todo, limpiaron y lavaron los platos y todos “a medio filo”, se despidieron correctamente. El Puntúo me dijo que nunca había estado tan feliz y que al día siguiente me vendría a buscar para que viera mis chacras que reventaban de choclos, porotos y tomates y echarle un vistazo a las yeguas que ya habían dado crías.
Dormí como un ángel en esa cómoda cama y los cantos de los zorzales y de los gallos me despertaron y el sol calentaba el aire y la tierra. Me duché, arreglé mis cabellos, pinté mi cara y mis labios; estaba contenta y relajada. Me vestí de jeans y a los pocos instantes golpearon suavemente la puerta de calle, era Jesús María que con voz nerviosa y entrecortada me decía que venía a encender el fogón para hacerme el desayuno. Corrí y lo hice entrar, ahora estaba vestido igual que yo, con blue jeans y camisa a cuadros, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo y nos largamos a reír. Después de desayunar con mate y pan amasado con rico queso fresco de vaca, nos fuimos lentamente caminando a ver los potreros que reventaban en matas de choclos y tomates que había sembrado para mí. “La plantación está regüena”, me decía, “este año usted va a tener buena plata”, mientras sus ojos se clavaban en los míos y yo sentía y adivinaba que esa mirada era para decirme que quería estar conmigo siempre, pero no se atrevía y yo tendría que dar el primer paso, porque sabíamos que nos estábamos enamorando. Lo besé y le di las gracias por todo lo que había hecho por mí. Lágrimas de felicidad humedecieron su rostro y me estrechó fuertemente contra su pecho y me besó como loco diciéndome que me amaba desde el primer día en que me vio entrar a la cocina de mi abuela y cuando él le había dicho “me la tenía guardadita para mí”.
Nuestro amor fue creciendo cada día más y hasta que decidimos casarnos después de la cosecha. La Mercedes se encargó de difundir la noticia por todo el pueblo y le decía a la gente que ella iba a ser mi empleada favorita “puertas adentro” y que le íbamos a pagar un sobresueldo.
Estuvimos de acuerdo en que nuestra boda fuera lo más sencilla posible, adornaríamos la pequeña capilla del pueblo con las blancas azucenas de mi jardín y fue así que invitamos a los Pérez Ponce, los Cortéz, la Mercedes y fueron muchos curiosos. Celebramos el matrimonio en el salón con bocadillos, champán y una gran torta que nos regaló don Pepe echa por sus propias manos, ya que era dueño de la panadería, estaba muy contento que lo hubiésemos invitado porque así podría lucir su terno de mil rayas que tenía guardado en su ropero por mucho tiempo. José María, que ya era mi querido esposo, lucía espectacular con su terno gris y corbata la cual nunca en su vida había usado alguna.
Me miraba con ternura y me decía que nunca había visto a una novia tan linda. Me sentía feliz con mi vestido de raso y con un tocado de azahares, con un velo tan largo que arrastraba hasta el suelo. Los curiosos empezaron a invadir la casa para felicitarnos, eran más o menos treinta personas y Jesús María les dijo que se fueran todos al patio porque allí les tenía tres corderos que se estaban asando, empanadas de horno y chichas con vino. Y así, en menos de diez minutos armaron mesas con tablones y pusieron largas bancas y la Mercedes no cabía de contenta porque ahora sus patrones le habían dado el cargo de organizarlo todo, incluso le entregaron las llaves de la casa.
A escondidas de todos, sin sacarnos nuestros trajes de boda, tomamos las maletas y tropezando con los arbustos y plantas del jardín nos fugamos y subimos a nuestra camioneta sin fijarnos en que estaba repleta de cebollas y choclos y partimos velozmente con rumbo desconocido, dejando en el camino una estela de polvo reseco por el calor del verano.
Llegamos muy tarde a una localidad extraordinaria, donde la puesta de sol tenía de rojo el mar y a las nubes y a la playa con gaviotas, pelícanos y botes amarillos.
Preguntamos por hoteles y nos dijeron que sólo había uno y que era muy bueno, famoso por sus mariscos. Nos atendió un matrimonio mayor, nos dieron la mejor pieza, después de felicitarnos nos regalaron un ramo de flores y una botella de champán. Fue maravillosa nuestra luna de miel, no sabíamos de la hora ni de la fecha en que estábamos y estuvimos dos días encerrados en el cuarto entregándonos todo nuestro amor que teníamos acumulado por tanto tiempo. Al tercer día nos fuimos a recorrer el pueblo y nos alegramos que en la cabina de la camioneta habían desaparecido las cebollas y los choclos. El pueblito era hermoso con sus casas de madera, con sus techos rojos con jardines con geranios y hortensias; los cerros cubiertos de pinos donde la brisa matinal repartía su fragancia por todos lados. Había un arroyo de aguas inmaculadas donde pequeños jilgueros se bañaban, sacudían sus plumas y después se refugiaban entre los huilles y las rosas mosquetas. Vimos conejos corriendo y las infaltables aves de rapiña que hacían círculos en el aire y tiraban en “picada” para buscar alguna presa que veían.
También caminamos descalzos por la playa dejando nuestras huellas en las oscuras arenas y contemplábamos a los boteros que ofrecían sus pescados y mariscos a la gente que llegaba por montones. En esa playa jugábamos como niños y nos metíamos al mar con la ropa que vestíamos y así, todos mojados, regresábamos al hotel donde nos esperaba la dueña con una rica comida que se componía de cebiche, ostras y corvina al horno. Siete días disfrutamos y conversamos de nuestras vidas, ahí en esa terraza repleta de enredaderas. El me contó que su madre era soltera y había fallecido a causa de su nacimiento y lo criaron unos tíos de muy escasos recursos y nunca supo quien era su padre. Los tíos tenían cuatro niños mucho mayores que él; lo trataron pésimo, pasó hambre y, lo peor de todo, lo obligaban a trabajar limpiando los chiqueros de los chanchos y cortar leña con un hacha muy pesada. Lo matricularon en la escuela pública por sólo tres años, menos mal que ahí aprendió a leer y algo de escribir. Cuando tenía diecisiete años se encariñó con los caballos y todo lo que él ambicionaba era ser domador de potros y su vecino, el Pancho, le empezó a dar lecciones, porque era uno de los mejores del pueblo. Y así, con perseverancia, aprendió rápidamente, sin miedo al peligro, se hizo famoso en toda la zona y le pagaban buen dinero. Les dijo adiós a sus tíos y primos y se compró un rancho en la loma del cerro. Empezó a disfrutar de la vida, iba a fiestas y se puso mujeriego y se metía en cada lío porque a cada parte llegaba sin invitación alguna y lo golpeaban por fresco y sinvergüenza.
De mi vida, es poco lo que debía contar, ya que mis padres murieron muy jóvenes y por un tiempo viví con mi tía abuela, después fui a un internado, era un instituto donde obtuve mi título de contadora. Mis hermanos se fueron con otros familiares y no los vi nunca más, pero al cabo de un tiempo tuve noticias de ellos y supe que estaban en Argentina, todos casados y con muchos hijos, pero nunca me mandaron siquiera una carta.
Hacía frío y el cielo empezaba ponerse gris y las aves marinas ya se dirigían hacia los árboles y rocas para pasar la noche, después de cenar tendríamos que armar nuestras maletas para regresar bien temprano a nuestra casa. Nos fuimos al comedor en donde los dueños del hotel nos habían preparado un exquisito pastel de jaibas a modo de despedida y frambuesas con crema.
Salimos del hotel y al subirnos a la camioneta nos acordamos de los choclos y las cebollas y nos “matamos” de la risa nuevamente. ¡Qué alegría de estar en casa de nuevo!, y qué feliz estaba de poder compartirla con el hombre que amaba. Corriendo nos recibió la Mercedes, vestía un delantal celeste con cuello blanco, era un uniforme que había inventado porque decía que ahora ella era la asesora del hogar y la ama de llaves y seguía hablando rápido, como acostumbraba, y me dijo que mataría una gallina para hacernos una cazuela. Jesús María no la aguantaba mucho y se fue a descansar a la gran cama matrimonial y se quedó totalmente dormido.
Fui a inspeccionar la cocina y la Mercedes no me dejaba ayudarla porque, según ella, era la cocinera oficial y realmente tenía muy buena mano para cocinar y me dijo, mientras me servía una rica y helada limonada, que por favor me sentara al lado de ella para contarme todos los pormenores del día de mi boda.
“Patroncita”, decía, “lo estábamos pasando re’ bien y el asado quedó de “chuparse los dedos”, todos trabajamos de lo lindo siguiéndome mis órdenes, a las mujeres las hacía picar cebollas y pelar tomates y papas y los hombres se encargaban de la carne y de llenar los jarros de vino y servir en el mesón. Había mucho pan amasado y peure y pa’ que decir las empanadas que encargó el patrón a don Pepe, eran tan caldeas que nos chorreamos las pintas nuevas al comerlas. Todos tomaba a destajo, menos yo que usted sabe estaba a cargo de todo. La gallá estaba muy re’ alegre y convidaron al conjunto de los Pincheira, que son los mejores para tocar los corridos con su acordeón y guitarras y bailaron de lo lindo, claro que después las “maniquís”, esas mujercitas que usted sabe como son al oír la música y al sentir el olor a asado que llegaba hasta su casona, se hicieron las invitadas y llegaron pintarrajeadas y con unos escotes que le llegaban hasta el ombligo, dejaron la embarrá porque empezaron a sacar al Lucho Pérez y al Emilio Cortéz y a las señoras de ellos, lógico, no les gustó para nada y las quisieron echar; las mujeres no querían irse y empezaron a palabrearse y después se fueron de cachetadas y combos, el griterío era re’ grande, después rodaron por el suelo agarradas de las mechas con los vestidos arriba mostrando los calzones y los hombres gritaban también, pero de contentos porque el espectáculo era mejor que estar en el circo y el gato asustado saltaba en medio de ellas, después se encaramó en la mesa y botó los jarros de vino, los hombres se enojaron y lo persiguieron para pegarle, pero el gatito se hizo humo, hasta el día de hoy no parece; pobrecito, se arrancó del puro susto, puede que vuelva algún día, le tomé mucho cariño, sobre todo porque era el regalón de misiá Rosario y también suyo, patroncita.”
La cazuela de gallina estaba lista y la Mercedes le daba el “toque fina” con un puñado de orégano y zanahoria rayada. Jesús María despertó de su reconfortante descanso y decía que estaba muerto de hambre y que le agradaría almorzar en esta cocina que le traía tan lindos recuerdos. “Pero ¿qué le pasa al gato que no está?”, nos dijo extrañado y le contamos todo lo acontecido. “Pobre”, decía, “él siempre estuvo en todas las “parás” con nosotros, no sé si se daba cuenta de nada o se hacía el tonto, sólo dormía y despertaba como yo cuando tenía hambre, pero no se preocupen, los gatos a veces vuelven. Lo que se perdió fue esta sabrosa cazuelita”.
“Déjenme seguir contando lo de la fiesta”, decía la Mercedes. “Había tanto desorden, peleas y las señoritas esas no se iban, querían seguir “revolviéndola”, entonces no me quedó otra cosa que llamar a los carabineros para que las apaciguaran y las llevaran de vuelta a su famosa casa. Menos mal que quedaron mudas de susto y tambaleándose se fueron sin chistar, igual todos los invitados y colados regresaron a sus hogares. Pasada las cuatro de la madrugada regresó el cabo Martínez a inspeccionar y a ver si todo estaba tranquilo. Lo atendí re’ bien, le convidé de todo y prueba que tiene buen diente, por eso es gordito y lo mejor fue que me ayudó hasta a lavar los platos, barrimos el patio y quedó impeque y a cada rato me miraba con ojos muy picarones. Al otro día vino de nuevo para acompañarme, para que no estuviera tan solita y así me visita todos los días un rato en la noche y me trae un dulce o una flor, es muy cariñoso y parece que nos estamos gustando un poco, eso sí que yo no lo paso a las piezas, conversamos sentados en el escaño del corredor. Yo quiero que lo conozcan para que le den el visto bueno”. Pero la Mercedes ya estaba totalmente enamorada, sus negros ojos brillaban de contenta cuando pronunciaba el nombre del nuevo cabo del pueblo. Cuidaba su pelo y lo lavaba con quillay para que se pusiera más lustroso y le mandó a hacer a la señora del Ponce otros dos delantales azules con cuello blanco porque, según ella, ese iba a ser siempre su uniforme oficial mientras estuviera trabajando para nosotros.
Ya se notaba la llegada del otoño, un viento fuerte arremolinaba las amarillas hojas de los árboles que caían por montones, el sol se entraba más temprano y ya Jesús María tenía que partir hacia la cordillera cerca del lado argentino con los vacunos para que se alimentaran bien porque aquí escaseaba el pasto. Sus acompañantes serían el Ponce y el Gómez, los cuales ya estaban acostumbrados a este peregrinaje. Jesús María se compró dos perros y una manta de castilla para enfrentar el frío de las noches. Yo estaba triste por esta separación tan rápida después de nuestra boda, pero tenía que hacerlo y tenía que afrontarlo antes de que él partiera. La Mercedes nos presentó al cabo Martínez que llegó con un chocolate para ella y unas flores para mí. Se veía simpático, alegre, gordo, de baja estatura, de cara redonda rojiza y ojos pequeños, pero muy azules y eso era lo que más le gustaba a la Mercedes, porque según ella los que tenían de ese color eran de muy buena raza.
El punto de reunión fue nuevamente en la negra cocina de mi tía abuela, con los matrimonios amigos de siempre, los Gómez y los Ponce, sólo extrañábamos a la viejita, al gato y al pájaro negro que desapareció de la pequeña ventana para siempre.
El cabo Martínez le decía a mi esposo que no tuviera cuidado porque él se preocuparía de las mujeres, de que nada les pasara y que también nos dio a entender las buenas intenciones que tenía con la Mercedes, mientras sacaba de su bolsillo una cajita forrada de terciopelo que se la entregó. Ella de nervios con la boca abierta por la sorpresa, vio que era un precioso anillo de oro con una perla y se lo colocó rápidamente en su dedo anular y corrió a buscar una torta de frambuesas que tenía lista y los hombres se encargaron de llenar vasos con vino blanco y celebramos así el nuevo compromiso y la partida de ellos hacia la cordillera.
Me sentía muy sola sin Jesús María, a pesar que según él era poco tiempo el que debía estar fuera de casa, ya no soportaba oír a la Mercedes hablando de su boda todo el día, de cómo iba a ser su vestido, de su fiesta, de su peinado que llevaría, en fin, miles de cosas que ya me tenía aturdida y con dolor de cabeza. Tenía que hacer algo y no lo pensé dos veces y fui a conversar con el sacerdote Gregorio. Quería ayudar a los pobres que abundaban en ese pueblo. Formaría un equipo con amigos como el practicante Galdamez, con un joven profesor recién llegado, Octavio Pérez y las señoras Ponce y Cortéz y con don Pepe. Al cura le encantó la idea y así tuvimos con él una gran reunión y quedé como la presidenta del club que lo bautizamos como “Amigos de Cristo”. Y así empezamos a trabajar muy duro y fuimos a la ciudad más cercana a conversar o mejor dicho a pedir colaboración a los dueños de zapaterías y de tiendas de ropa, también a los grandes almacenes de víveres y así, en menos de un mes, llegaron a la iglesia del pueblo camionetas cargadas con lo que habíamos solicitado. Nunca pensamos que esta gente que nos ayudaba, a los que creíamos parcos y poco amables, tenían un corazón de oro. Fue un desborde de felicidad y nos abrazamos y rezamos el santo rosario entre lágrimas y sonrisas en la capilla que habíamos adornado con rosa blancas del jardín de mi casa, hasta la virgen del Carmen parecía contenta, ya que su escapulario y el del niño Jesús, vimos con estupor que se movían cadenciosamente.
Iríamos a trabajar ya en su cuaresma y visitaríamos de a dos a personas, a la casa de los más pobres. Hicimos un sorteo, quién iba con quién, a mí me tocó el Octavio, el profesor, y le llevamos mercadería, ropa y zapatos a maría Antonia que era una viuda con ocho hijos en casi estado de desnutrición, ya que los más chiquititos eran flacos y guatones. Qué cara de alegría tenían cuando se probaban las poleras, pantalones y zapatos nuevos, y la madre de ellos nos dijo que éramos unos ángeles que Dios le había enviado y nos besaba las manos y se le llenaban los ojos de lágrimas y nos agradecía una y mil veces porque en la vida sus hijos habían tenido ropa nueva, menos zapatos. Salimos rápidamente de la casa de María porque tendríamos que caminar casi media hora con mochilas en las espaldas y bolsos y ya empezaba a refrescar; tendríamos que llevarle la comida a la “Kenita”, la tontita del pueblo, a ella no le gustaba la ropa nueva, la tiraba o la destrozaba, su vida era sólo pedir comida y ahí estaba, en su rancho de adobes que ya se caía, desgranando un puñado de porotos. Al vernos se quiso arrancar, pero al mostrarle unos emparedados de arroyado se quedó quieta y sus brazos se alargaron y sus manos sucias y sus uñas largas apretaron los panes, los cuales desesperada se los tragaba como si nunca hubiese comido, también le regalamos jabón y pasta dental, la cual pensó que era para comerla y la guardó, junto a los panes que le quedaban, en una olla de greda. Esa tarde estaba refrescando y una leve llovizna empezó a caer y Octavio gentilmente me cubrió la cabeza con su bufanda y decidimos apurarnos porque ahí cuando llovía era como “cosa de demonios”, como decía la abuela Rosario. Él me dejó en casa y no lo convide si quiera a tomarse un café porque estaba muy cansada, no faltaría la oportunidad de hacerlo. Me fui derecho a la cama y la Mercedes me trajo un café con leche y pan recién sacado del horno y se sentó en mi cama y me dijo: “Señora, cómo aguanta usted que ya van dos meses sin saber de su marido, ¿le habrá pasado algo?”. Apenas terminó de hablar se oyeron unos ruidos de pisadas de animales. “¡Mire señora!, ahí llegaron si no me equivoco, escuche cómo mugen las vacas”, y salió disparada hacia la calle y yo la seguí inmediatamente y pude comprobar que todos los hombres venían de vuelta, pero menos Jesús María. Me dio mucho susto y pensé que le había pasado alguna desgracia y empecé a gritarle a los hombres qué le había sucedido y ellos me contestaron “¿Qué no está aquí?, pues hace un mes que se separó de nosotros, nos dio plata y nos encargó a los animales porque dijo que estaba aburrido de la montaña y que quería estar con usted”. “¡Pucha el patrón mentiroso!”, dijo la Mercedes, “no se le quita, estoy segura que está en la ciudad y que es desconsiderao, ¡no le ha mandado si quiera una carta!, debe estar revolviéndola de lo lindo”. Yo la hice callar y le dije que no se metiera en mi vida privada y corrí llorando a meterme en mi cama. Nuevamente esa noche, a pesar de lo agotada que estaba no pude dormir, y me hacía miles de preguntas ¿me habrá dejado de querer?, a lo mejor añoraba su deseo de ser libre y no quería ataduras y tuvo tiempo para pensarlo en la montaña y decidió partir sin importarle nada. O estará en algún pueblo, en un fundo domando potros para darme la sorpresa de traerme una gran cantidad de dinero, ¿pero, por qué no me ha escrito? Yo sé que él me ama como yo, con toda el alma, esto es muy raro, ¿estará el pobre enfermo o habrá tenido algún accidente que no quiere que yo sepa? Mi cabeza estaba a punto de estallar y comencé a llorar de nuevo, llegó la Mercedes y me dijo que me calmara y que me iba a hacer una agüita de toronjil, que me quedara todo el día en la cama, ella partiría temprano a la ciudad para traerme noticias, porque ella presentía algo. Cantó un gallo a las seis y todavía estaba despierta y cansada; el dolor de cabeza era cada vez más fuerte, no pude levantarme porque además me dolía la columna y se me acalambraban las piernas. Sentí un cerrar de puertas muy temprano y no dudé ni un instante que la Mercedes había partido. Esta mujer tan abnegada, trabajadora, se había ganado toda mi confianza y cariño, claro que tenía que aguantarle todas sus impertinencias y la gran verborrea que tenía, pero así nadie es perfecto. Rogaba para que me trajera alguna noticia de mi esposo y esperaba muy luego sentirme bien para continuar su búsqueda.
El día estaba amenazante, podía llover fuerte, pero las infaltables nubes rojas parecían decir que no. Sí había mucho viento y las hojas de los árboles volaban con su fuerza, repletando los corredores de la casa. Así todo el día estuve a ratos observando por mi ventana, me parecía verlo llegar con su traje de huaso y con esa que me cautivó cuando lo vi por vez primera en la negra cocina. Pero el hombre que venía era Octavio, el simpático amigo que en mi soledad me acompañaba. En ese momento una ráfaga de felicidad me invadió y me olvidé de mis penas y dolores, más aún cuando él me dijo que me traía un libro con las rimas de Bécquer que tanto me gustaban y unas piezas de música para que interpretara en el piano, pues, como él sabía, yo era loca por leer poesía, sobre todo las de Neruda y de la incomparable Gabriela Mistral. No me acuerdo en qué momento le confesé mis gustos. Dudé un poco en dejarlo entrar a la casa, ya que sabía cómo era la gente del pueblo de chismosa y de seguro me inventarían que entre los dos hubiese algún romance, aprovechando la ocasión que por el momento estaba sin marido. Pero me decidí y le abrí la puerta del salón y con gran estupor contemplo el gran piano de cola y mayor fue su sorpresa cuando empecé a tocar música de Chopin y de Mozart. ¡No podía creerlo!, a lo mejor creía que era una huasita ignorante como muchas. Después charlamos e hicimos listas de pobres que tendríamos que visitar en la semana. Le di una taza de café y justo cuando se iba regresaba la Mercedes.
Antes de que yo le preguntara algo empezó a hablar “Patroncita, me alegro que usted tenga a ese amigo que es tan culto y caballero, lo que es su marido, mejor me quedo callá”. “Meche por favor, dime si supiste algo de él o lo viste, cuéntame algo”. Y la mujer con ganas terribles de hablar, permanecía muda. “Mira, hagamos un trato, yo te regalo mi vestido de novia hasta con los zapatos y te doy plata para que hagas la fiesta de tu matrimonio allá en la tierra de tu novio si me dices la verdad de lo que sabes, ¡por favor mi buena muchacha!” A la mujer los ojos se le abrieron más de lo debido con tan estupenda oferta y sé que me contestaría hasta los mínimos detalles del viaje que realizó en la búsqueda de mi esposo.
_ Fíjese mi patroncita que yo le conocía todas las “picás” al puntúo, perdón… a su esposo porque hace muchos años, cuando yo era una cabrita de quince años, él me convidó a conocer esa pequeña ciudad y me compraba helados y chocolates y a cada rato me dejaba en la calle esperándolo mientras él se metía a los bares a penquiarse y yo me aprendí de memoria los nombres de esos boliches “los copihues rojos”, “ Don Manolo” y el que más le gustaba era un bar donde llegaban muchas niñas rubias y cuerudas que se llamaba “La Oveja”; yo no podía entrar a ninguno de esos locales porque era menor de edad y lo esperaba por horas en la calle con dolor de guata por comer tanto chocolote. Al cabo de horas ya salía del bar totalmente “curado” y se andaba poniendo fresco, porque me empezaba a hacerme cariño en el cuello y me hacía cosquilla en mi guatita. Eso me pareció raro y lo encaré y le dije que si seguía molestándome llamaría a un carabinero y lo acusaría a mis papis. Él como que se anduvo asustando y tomamos la micro de vuelta y no me habló ni una sola palabra en el camino y me regaló mil pesos. Mis taitas nunca supieron nada, ellos sólo trabajaban de plantar en el huerto y se preocupaban muy poco de mí y de mis otros hermanos, hacíamos lo que queríamos, paliábamos, nos arrancamos al río, unos comían, otros no, en fin, en mi rancho todo andaba al lote.
Eran las once de la noche y empezó a llover muy fuerte, el caserón estaba muy helado porque a mí no me gustaba poner braceros en el interior, para eso estaba la cocina con su fogón encendido todo el día y casi toda la noche, así que le dije a la Mercedes que nos trasladáramos allá para estar más cómodas, para que por fin me dijera si había visto o ni a Jesús María.
_ Patroncita, primero tómese un mate, luego le cuento la purísima verdad _
Lo tomé casi de un sorbo y me quemé los labios con la bombilla, pero no me importaba, sólo quería que esta mujer terminara de decirme todo lo que había investigado. Pellizcándose los brazos, muy nerviosa igual como yo estaba, me contó que se metió a todos los bares que él frecuentaba y no lo encontraba, y le tincó que lo encontraría en el boliche nuevo y ahí estaba, totalmente borracho acompañado por una exuberante rubia platinada que se le colgaba del cuello con una mano y con la otra sostenía un vaso de licor. La Mercedes quedó paralizada y con miedo de que él la viera, se escondió mucho rato en el baño, cuando salió del cuarto los dos habían desaparecido. Salió a la calle soportando todas las risas y miradas de los alcohólicos y no había rastro de ellos y recordó que a esa mujer la había visto aquí en mi casa de campo.
_ Sí, patroncita, a esta rucia teñida la trajo por tres días y ella estuvo a cargo de poner cortinas, medir y pintar y el patrón decía que era decoradora y don Jesús le pagó por el trabajo, porque usted debe saber que, perdone la palabra, “un huaso bruto” no sabe ná de esas cosas.
Recuerdo haber comido muy poco esa noche, en la cocina acurrucada en la mecedora de la abuela Rosario junto al fogón, no quería moverme de ahí, me habría gustado que la viejita hubiese estado haciéndome compañía, claro que me habría retado toda la noche, y a lo mejor habría recibido hasta alguna cachetada por haberme casado con “El Puntúo”, porque desde esa noche dejé de llamarlo Jesús María. Nunca me imaginé ni podría aceptar ese cambio tan brusco en su vida, ya que él me prometió darse por entero a mí. Ahora tendría que venir a darme alguna explicación, a rendirme cuentas de mis cosechas, ya que todo el negocio lo manejaba él, ahora tenía muy clara la película, él buscaba mujeres con algo de herencias o plata para pasarlo re’ bien junto a mujerzuelas y amigotes, porque ya a estas alturas no cambiaría, pero jamás yo lo perdonaría por haberme engañado de esta manera, aunque mi corazón sangrara de amor por él.
Llovía a cántaros y la pieza de la cocina empezaba como antes a gotear, no quería entrar a mi dormitorio, empecé a odiar esa cama con su cocha y cortinas y llamé a la Mercedes para que me hiciera desocupar esa pieza y pusiera cama, cortinas y todo lo que allí había en el fondo del patio.
_ ¿Qué va hacer patroncita, todo esto lo va a regalar?
_ No, lo voy a quemar_ y le rocié a las cosas un bidón de parafina y le prendí fuego aprovechando que la lluvia había cesado un rato; como había mucho viento todo se quemó en poco tiempo y los trabajadores y la Mercedes pensarían que estaba loca por no darles a ellos mis pertenencias maravillosas.
Dentro de mi pena había también una felicidad porque ya habíamos terminado con la ayuda a los pobres y este invierno tendrían zapatos, ropa gruesa y víveres esos preciosos niños que siempre andaban descalzos y con hambre. Opté por un dormitorio cuya ventana daba hacia el jardín de las camelias rojas, me gustaba la pieza con las fotos antiguas y el catre de bronce con perillas, el tocador con jarrón floreado y lavatorio de porcelana, le daba un toque muy femenino a la alcoba; sólo le faltaba una mano de pintura a las murallas y barnizar el ropero y la cómoda, también me compraría una alfombra nueva. Me encantó decorar mi pieza a mi gusto. Y así fueron pasando los tristes días de invierno y sin noticias del “Puntúo”.
Comenzaba el sol a alumbrar y los pájaros trinaban como locos, revoloteaban y se comían los brotes de los árboles, las cabras preñadas aún así daban saltos y se peleaban las nacientes ramas de las zarzamoras. El corredor de la casa se veía hermoso con sus maceteros con sus cardenales de distintos colores y con sus rosados baldosines antiguos. Y ahí en un escaño de más de cien años me esperaban la Mercedes y su novio para decirme que al día siguiente partirían al sur para contraer matrimonio, me rogaban para que asistiera, pero en realidad no tenía ganas de nada , le envolví el atuendo de novia, le di unos pesos y les dije que después de su luna de miel podían vivir conmigo y les habilitaría una pieza más sin cobrarles nada. Ellos no cabían de felicidad y me besaban sin parar. Ahora quedaba totalmente sola en esa casa allá en el campo, no tenía siquiera un gato como lo tenía mi abuela para hacerle cariños y mi amigo, el profesor, brillaba por su ausencia.
Eran las once de la noche, todo estaba tibio y en silencio, sólo se oía el canto de los grillos, la luna llena alumbraba aquel pueblo dormido y yo, en una pieza sentada junto al escritorio, inspeccionaba facturas y libretas de ahorro. Recién me di cuenta que ya me quedaban muy pocos pesos en el banco y este año no vi ni un centavo por los productos de la cosecha, pues todo se lo había embolsado “El Puntúo”. Estaba con mucha rabia, más aún cuando no encontré unos dólares que tenía guardado por mucho tiempo.
Como a las doce de la noche sentí unos pasos en el corredor y cada vez se acercaban más al portón principal, casi me morí de miedo porque mucha gente me había dicho que en pueblo andaban muchos desconocidos con cara de “patos malos”. Golpearon la puerta y mi corazón latía apresuradamente, empecé a temblar y con voz entrecortada dije “¿quién es?” y no me contestaba y seguían golpeando. Me fui derecho a la cómoda y saqué un viejo revólver que era de mi abuela, el cual no sabía si estaba cargado o no. Nuevamente dije “¿quién es?, si no contesta voy a disparar” y los golpes a la puerta eran cada vez más fuertes y sin pensarlo dos veces empecé a disparar dejando la puerta con seis agujeros y sentí un alarido y un golpe seco que se azotaba contra los ladrillos. No me atrevía a abrir la puerta hasta cuando sentí las voces de los Pérez Ponce y las de los Cortéz que me gritaban “¡Patrona, abra la puerta, el Puntúo está herido!”
¡No podía creerlo! Ahí lo vi tirado en un charco de sangre con sus ojos inmóviles; habría la boca como si quisiera hablar. Fue tal el impacto que me desmayé.
Desperté en el hospital de la ciudad más próxima a mi pueblo custodiada por un carabinero al cual le pregunté qué estaba pasando. Él me contestó: “Señora, no se haga la lesa, usted trató de matar a su marido”.
Recién ahí ya estaba recordando todo lo que había pasado y quería creer que todo había sido una terrible pesadilla.
_ ¿Cómo está él?
_ Tuvo suerte que no lo mató, pero está muy grave.
No quería convencerme que todo esto fuera cierto, quería levantarme para ir a verlo, pues el estaba en ese mismo hospital, pero el policía no me dejó y me dijo que estaba en calidad de detenida y que llamara a un abogado ya que luego me darían de alta.
Felizmente en ese momento llegó la Mercedes del Tránsito con su flamante marido, el cabo Martínez, ellos eran los únicos que podían visitarme. Tuve mucha alegría de verlos, me sentí protegida y más aún cuando ellos me dijeron que me habían conseguido un abogado, Pero así y todo me encarcelaron y estuve casi dos meses metida en una celda de la cárcel junto con criminales, prostitutas y traficantes de drogas. Para mí fue un infierno convivir con esa escoria humana, pero me aliviaba el hecho de que la Mercedes y su marido me visitaban todos los días y no sé qué habría sido de mí sin ellos, ya que me consolaban y me decían que yo no me echara la culpa por lo sucedido, pues era totalmente inocente de los hechos.
Al fin el juez dictaminó la sentencia y con la ayuda del abogado quedé libre de todos los cargos. En un día resplandeciente, al fin salí de esa maldita cárcel y mi sorpresa fue grande porque afuera me estaba esperando mi amigo el profesor con un gran ramo de flores y un gatito pequeño igual al desaparecido. Y me llevó en su auto de regreso a mi casa allá en el campo.
Del Puntúo tenía noticias casi todos los días por la Mercedes, estaba en el hospital parapléjico y le costaba mucho hablar, dentro de todo estaba mejor, pero condenado a vivir toda la vida en una silla de ruedas. Sus amigas desaparecieron como por encanto, igual sus amigos, estaba solo y desamparado y me sentía culpable; los remordimientos no me dejaban dormir sabiendo de lo que hice ese día y en ningún momento pensé que era él quien regresaba a casa. Quería ir a visitarlo y explicarles todo, pedirle perdón y también lo traería de vuelta a mi hogar. Ya en ese momento no pensé más en lo que me había hecho y me lo traje conmigo ya que estaba tan desamparado e inutilizado, y como fuera, era mi marido y tendría que olvidar todos los malos momentos que pasé por culpa de él.
La Mercedes a regañadientes le arregló una habitación diciéndome que lo mejor que podía hacer era internarlo en un asilo, pero con todo sacrificio le subiría el sueldo a pesar que ya estaba casi sin un peso ya que todo el dinero de las últimas cosechas el Puntúo se lo había farreado con mujeres y amigotes y también en juegos de naipes.
Decidí que estuvieran a cargo de las tierras y animales Gómez y Pérez, ya que eran de confianza y muy trabajadores; quedaron encantados con la oferta y empezaron rápidamente preparando la tierra para las plantaciones, mientras tanto tendrían que venderme varios caballos y vacas para los gastos.
El Puntúo no hablaba, mejor dicho, no quería hablar y no quería comer nada, tenía una cara de rabia que asustaba, en las noches se le oía gritar por terribles pesadillas que tenía; según la Mercedes, soñaba con el diablo o se le aparecía la abuela Rosario cobrándole las monedas de oro que él le robaba. No quería entrar a la pieza por el miedo que tenía y al fin obligado pudo hablar llamando a la Mercedes y rogándole que lo sacara después de la media noche al patio cerca de la pesebrera para que los caballos le hicieran compañía. Y así la pobre Mercedes lo cargaba en la silla de ruedas todas las noches y además aguantándoles toda clase de groserías.
Empezaba el invierno y ya el frío era insoportable, comenzaba a llover y una tormenta eléctrica iluminaba aquel pueblo oscuro y silencioso. El Puntúo gritaba, estaba desesperado porque esa noche tuvo otra vez horrible pesadillas; veía a la abuela Rosario con una mortaja y con los ojos desorbitados, con su largo pelo desgreñado y sus huesudos y deformes dedos con uñas largas y encorvadas como garras de águila, con las cuales apretaba el cuello del hombre y le decía “Si no me devuelves mis monedas te llevaré al infierno y te quemará en una gran hoguera hasta que tus huesos se conviertan en cenizas”.
La Mercedes acudió a sus gritos y él, como nunca había hecho, le besaba las manos y le daba las gracias y le pedía perdón por sus malos ratos. Le rogó que fuera a buscar a dos campesinos amigos de él porque tenía que decirles algo. A regañadientes y sin consultarme, la mujer salió de la casa a la media noche bajo una lluvia torrencial.
El Puntúo les ofrecía dos monedas de oro si lo subían a un caballo, total tenía los brazos buenos, sólo eran las piernas las que no tenía en movimiento, pero lo podían fijar al animal con buenas amarras; también les exigió que lo vistieran con su elegante traje de huaso. Los pobres huasos sintieron la necesidad de obedecerle. Y así el puntúo se sintió feliz cabalgando solo por esos campos mojados. Se sintió libre, joven, buen mozo y decía, mientras el caballo empezaba una loca carrera: “Yo soy Jesús María, el mejor domador de potros de la región, el más mujeriego de todos, el mejor para el vino tinto” y no se percataba que las amarras se le iban soltando… cayó de bruces al suelo golpeando su cabeza contra una enorme piedra y murió en forma instantánea.
Un grupo de campesinos le trajeron en una carreta a casa al amanecer y me pasó algo raro porque no derramé ni una sola lágrima por él y en mi interior adiviné lo que ocurriría, pero la Mercedes lloraba “a mares” culpándose de su muerte y quería que el cura llegase luego para confesarse. La noticia corrió hasta por otros pueblos que él conocía y antes que le comprara el cajón un tumulto impresionante de personas iba llegando. El marido de la Mercedes me dijo que él se encargaría de todo y lo primero que haría era comprarle un buen ataúd forrado en raso blanco. Los Pérez y los Gómez regalaron una vaquilla y yo sólo tenía que poner el vino y las ensaladas porque era la costumbre, este funeral tenía que durar tres días y a mucha gente no le importaba el muerto sino lo esencial era comer asado, tomarse todo el vino, contar chistes y reírse como locos.
En los corredores de la casa se hicieron grandes fogatas en braceros improvisados que eran viejos latones y la leña se fue convirtiendo en carbón, y en parrillas afirmadas por ladrillos ponían grandes trozos de carne para asarlas, y el olor llegaba hasta donde descansaban los restos de Jesús María; a la gente que allí rezaba se le hacía “agua la boca” y no hallaban la hora de que los padres nuestros y las ave marías terminaran para salir a saborear un rico pedazo de carne.
Seguía lloviendo, me empecé a helar y me encerré en mi dormitorio, no quería salir, no ver nada y no participar con nadie. Golpearon mi puerta, era la Mercedes, nerviosa me dijo:
_ Patroncita, le vengo a contar que están llegando muchas mujeres raras y entre ellas la oxigenada, la firmeza de finao, viera como llora y se abraza al cajón y está haciendo puro teatro porque después se tomó varios copetines, decía que sólo venía a reclamar la herencia que es esta casa pues el Puntúo se la iba a regalar si él moría antes. Hay que andarse con cuidado porque estas locas son peligrosas.
Le dije a la Mercedes que toda la casa y tierra eran mías, que las había heredado de mi bis abuela y nadie podía tocar nada y que no se preocupara, mientras pensaba ¡qué hombre, no sólo me engañaba a mí, si no también a las prostitutas!
Quería sólo dormir, estaba cansada y no quería pensar en nada, pero no podía por la bulla de las personas, sobre todo el de las intrusas que llegaron, ya que comenzaron a hacer escándalos poniéndose frescas con los hombres, y las mujeres de estos se pusieron celosas y las querían echar del velorio, pero estas locas reaccionaron con garabatos y combos y las tiraron al piso que estaba resbaloso por el barro que traían los hombres en sus pies cuando salían al patio a orinar, menos mal que el cabo Martínez hizo parar la pelea y les dijo a las revoltosas que si no se iban inmediatamente las llevaría presas. Salieron sin decir palabra alguna, afirmándose unas a otras porque estaban totalmente borrachas y pasaron el resto de la noche en un pajonal de un vecino.
El segundo día del velorio los hombres querían “componer la caña” con cazuela que prepararon en dos grandes fondos. Muchos se resfriaron, estornudaban y tosían y más de alguno vomitó en el piso que estaba hecho un asco, menos mal que se dio cuenta la Mercedes y los mandó a todos a que lo limpiaran hasta que lo dejaran lustroso. Ya había dejado de llover y no hacía tanto frío, no quería levantarme hasta el otro día del entierro, me puse a leer las poesías de Pablo Neruda y la Mercedes me dijo que era lo mejor que podía hacer y que no me preocupara, que para eso estaba ella a cargo de todo y su marido controlaba a los curados. Sin las intrusas todos se portaron mejor, sin risas ni escándalos, y empezaron a rezar el rosario, luego volvieron a poner carnes en la parrilla porque la noche era muy larga y les iba a dar hambre. Había tanta gente que ya quedaban casi los puros huesos de la vaquilla, pero con ellos podían hacer sustanciosas sopas. Don Pepe cada dos horas mandaba una enorme canasta con pan y yo tuve que comprarles más chicas de vino. “¡Qué bueno está el velorio!”, decían todos, “¡es el mejor de todos los tiempos!, el finaito debe estar contento porque a él le gustaban y era tan alegre y es mejor que hablemos puras cosas buenas de él y no de las malas que tenía, porque nos puede penar y ¡nos cagamos de susto!
Ya el Puntúo estaba ahora en la iglesia, nunca vi tantas flores ni tanta gente junta, la misa fue a la chilena, hasta hubo cuecas, “¡qué falta de respeto!”, decían los más viejos, “los tiempos han cambiado, póngase en honda”, les contestaba la Mercedes y como de costumbre no paraba de hablar y el sacristán enojado le dijo que mejor esperara al finao en el cementerio y ella sin pensarlo dos veces se colocó su chupalla, salió y se encaminó sola por el empedrado camino y fue la única que llegó sola al campo santo indignada porque por primera vez un malquetijeje la había hecho callar. Terminó la ceremonia y el triste repicar de las campanas no dejaba de sonar y por fin pude llorar y ahí descargué toda mi pena, frustración, rabia y el peso que tenía acumulado en mi pecho, mientras observaba cuando tomaban el ataúd de sus plateadas manillas los amigos de Jesús María y lo depositaron en la carroza camino al cementerio. Dicen que me desmayé, no me acuerdo y me llevaron a mi vieja casona en brazos.
Me desperté acompañada por la tonta que se comía la pasta de dientes y me daba a cada rato agua con azúcar para reanimarme y ahí supe que no era tan tonta. Le di un par de monedas y se fue corriendo hacia la calle y en ese momento me golpearon despacito mi ventana, miré a través de ella y me dio una alegría al ver a mi gran amigo el profesor. Lo hice entrar y él se disculpó por no haberme acompañado en los momentos tan difíciles que había pasado. Lo comprendí muy bien, no podía hacer otra cosa ya que la gente habría empezado con habladurías y chismes. Le devolví todos los libros que me había prestado y le dije que partiría a la ciudad dentro de dos días, tendría que hablar con el marido de la Mercedes para que se hiciera cargo de la casona y las tierras. Cuando el sol todavía no se asomaba por los verdes cerros, sentí pasos en el corredor que da hacia la calle, me asomé a la ventana y eran las mujeres amigas de Jesús María que venían a hablar conmigo para reclamar la herencia. Dijeron que Jesús María les había dicho que la mitad de la casa era de ellas con enseres y animales. Les dije que eran sólo mentiras y les mostré mi libreta de matrimonio y les comuniqué que la casa era solamente mía. Ellas indignadas empezaron a gritar y a maldecir al pobre difunto con groserías que nunca había escuchado. Llegó el cabo Martínez y les dijo que si no se iban inmediatamente las tomaría presas. Se asustaron y salieron corriendo con las bocas calladas. Ese día fue muy largo y penoso porque debería partir al otro día. Era triste despedirse de la Mercedes que apresar que tenía tantos defectos fue como mi gran amiga, estuvo siempre a mi lado en las buenas o en las malas. Igual el cabo Martínez, un hombre servicial, totalmente desinteresado. Extrañaría a los Pérez Ponce, a los Cortéz, al viejo panadero, a muchos, incluyendo a la tonta que me había cuidado cuando me desmayé en el funeral. Pero al que más echaría de menos era a este buen amigo, el profesor, que con su agradable compañía me hacía sentir más alegre y optimista. Era el hombre perfecto para mí, pero tenía miedo de enamorarme de nuevo.
La noche aún era más larga, con una linterna en la mano empecé a recorrer la casa, a despedirme de ella, a decirle adiós al salón con las antiguas fotografías de mis antepasados, a los muebles de caoba, recorrí la pieza del gigante comedor, le dije adiós a todas las habitaciones, pero de la que me daba más pena despedirme era de la ennegrecida cocina que atrapó el humo por tantos años, el punto de reunión de todos los que llegaban a la vieja casona y me pareció ver a mi tía abuela ahí sonriendo con su gato entre los brazos. Cuando me iba a mi dormitorio sentí un graznido y un aleteo de pájaro, miré hacia la pequeña ventana y ahí estaba instalado el pájaro negro parecido a un cuervo que me miraba y meneaba su cabeza como despidiéndose de mí.
Dejé listas mis dos maletas y me fui a la cama, tendría que viajar muy temprano, pero no podía dormir pensando en los bellos y malos momentos que pasé en esa casa embrujada o encantada, comos todos decían.
Eran las seis de la mañana y el coro de todos los gallos del pueblo empezaron a cantar, igual lo siguieron las cantidades de pájaros que allí habían.
Los primeros rayos del sol iluminaban los corredores de la casa y las hortensias rosadas en sus maceteros de greda amanecieron más hermosas y un picaflor inquieto se acercaba a ellas.
La Mercedes y su marido me despidieron con un rico desayuno con tortillas de rescoldo, café con leche y con la famosa torta que ella hacía con merengue y frutas de la estación.
Todos mis amigos me fueron a dejar al paradero del bus, me extrañó no ver al que más quería que fuera, mi adorado compañero de mis penas. Entre lágrimas los abracé a todos, me subí a ese bus medio destartalado y de dejaba atrás el pueblo con su gente humilde y trabajadora. Dejé esa casona llena de misterios, recuerdos y tragedias, a lo mejor pasado algún tiempo regresaría a ella. Me ubiqué junto a la ventana para también decirle adiós al bello paisaje campesino con sus campos sembrados, con su cielo azul, con sus nubes blancas transparentes, con sus vacas y caballos y con su olor a primavera.
Creo que me dormí, estaba cansada, pero un poco más relajada. Sentí que alguien me tocaba la cabeza, me doy vuelta y mi alegría y sorpresa fue grande cuando veo a mi lindo amigo, el profesor. ¡No podía creerlo!, creía que estaba soñando. “¿Eres tú?”, “Sí, el mismo”, me respondió, “no podía dejar de acompañarte, menos de no despedirme, me habría muerto de angustia. “Si es así”, le dije, “bienvenido seas, siéntate a mi lado que tenemos mucho por conversar en este largo recorrido”.
Y la casa allá en el campo no quedó sola, la cuidaría la Mercedes, quien estoy segura, le haría un gran sahumerio con palmas benditas para alejar todos los males o fantasmas que hubiese en ella.
miércoles, 26 de marzo de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario